Como docente, mi día a día está lleno de momentos inesperados. Cada día es diferente, nunca sabes lo que puede pasar, esto lo hace tan especial, es un reto diario, me gusta estar ahí para ellos y ellas, me gusta mi trabajo. La mayoría de esos momentos son positivos: risas, preguntas curiosas, descubrimientos compartidos… El trabajo con adolescentes y jóvenes es sumamente importante ya que son agentes de cambio, innovadores, tienen poder de actuar y movilizar a otros, generan nuevas perspectivas, etc. Pero a veces, detrás de esas miradas o silencios, aparecen señales de alarma que me hacen detenerme y mirar más allá.

Recuerdo bien el caso de Laura (nombre ficticio). Tenía 15 años y siempre había sido una alumna alegre y participativa. Sin embargo, en las últimas semanas noté que algo había cambiado: llegaba tarde a clase, parecía más dispersa, en ocasiones se quedaba dormida sin prestar atención y había perdido el interés por las actividades que antes disfrutaba. La noté más irritable y con cambios de humor bruscos, lo que me hizo pensar que quizá estaba lidiando con algo más profundo.

Al principio, pensé que podían ser problemas normales de la adolescencia: estrés por los exámenes, algún conflicto con amistades, problemas en casa, con su pareja… Pero empecé a ver otras señales más preocupantes. Sus notas bajaron de forma abrupta, y la relación con sus compañeros y compañeras se volvió distante, llegando en ocasiones a preferir estar sola. Algunos días venía con un olor fuerte, como a tabaco o algo más, y su aspecto general: ropa más descuidada, mirada perdida, triste… me hizo pensar en la posibilidad de un consumo de sustancias.

Paso a paso: cómo acercarme

Lo primero que me planteé fue cómo acercarme a Laura sin que se sintiera juzgada o amenazada. Sabía que lo último que necesitaba era un sermón o una etiqueta. Así que busqué un momento tranquilo, fuera del aula, y le pregunté si quería o necesitaba hablar. Le dije que me había dado cuenta de que estaba más apagada, ausente y que me preocupaba el verla así. No le pregunté directamente si estaba consumiendo algo: simplemente le mostré que estaba allí para escucharla y ayudarla.

En ese primer acercamiento, Laura no me lo contó todo. Solo me dijo que se sentía muy agobiada y que a veces “desconectaba” para no pensar. No insistí, pero dejé claro que podía contar conmigo si necesitaba hablar, cuando ella quisiera iba a estar disponible para ella y acompañarla.

Identificando indicadores de riesgo

Mientras tanto, seguí observando día a día y recabando información, siempre con respeto. Sabía que hay ciertos indicadores que pueden alertarnos de un posible consumo de drogas en adolescentes:

  • Cambios bruscos en el comportamiento o el estado de ánimo.
  • Dificultades de concentración y bajo rendimiento académico.
  • Aislamiento social o cambio repentino de amistades.
  • Descuidos en el aspecto personal y hábitos de sueño alterados.
  • Signos físicos como ojos enrojecidos o fatiga constante.

Laura cumplía varios de estos indicadores, y eso reforzó mi idea de que era necesario actuar.

El equilibrio: confidencialidad y familia

Sabía que debía tener mucho cuidado para no romper la confianza que había empezado a construir con ella. La confidencialidad es clave, pero también lo es garantizar su seguridad y la de quienes la rodean. Por eso, antes de hablar con su familia, le conté a Laura que necesitaba compartir mi preocupación con sus padres para poder ayudarla de forma más eficaz. Una familia que apoya, en estos casos es muy importante, ya que van a estar siempre ahí apoyando, guiando y esforzándose por ayudar de la mejor manera a su hija.

Le expliqué que no iba a contarles todo lo que ella había confiado en mí, pero sí lo suficiente para que pudieran apoyarla. Le pedí que, si quería, estuviéramos juntos cuando hablara con ellos, o que yo lo hiciera primero y luego ella pudiera sumarse cuando se sintiera lista, lo que ella prefiriera y cómo se sintiera más a gusto.

La conversación con la familia

No fue nada fácil, pero necesaria. Les conté que había notado cambios en Laura que me preocupaban bastante y que creía que podía estar experimentando alguna situación consumo de alguna sustancia o de riesgo. Les aclaré que mi intención no era alarmarles, sino que pudieran ser parte de la ayuda que ella necesitaba, siendo una parte muy importante de ayuda para ella en este momento.

Me aseguré de que entendieran que no estábamos culpando a nadie: que la adolescencia es una etapa llena de altibajos, de cambios, dudas y que lo más importante era que Laura sintiera que no estaba sola.

Derivando al recurso especializado: el Servicio PAD

Después de esa primera conversación, les propuse como una posibilidad derivar el caso al Servicio PAD, que forma parte de los recursos especializados en prevención y atención de adicciones en jóvenes y adolescentes. Les expliqué que el Servicio PAD está formado por profesionales con experiencia en este tipo de situaciones, y que podían ofrecerle a Laura un acompañamiento personalizado y recursos para trabajar su situación. Este servicio también cuenta con el servicio de Orientación familiar donde ellos también pueden ser atendidos y escuchados para que entre todos se pueda a ayudar a Laura de la mejor manera posible.

Les facilité los datos de contacto y les animé a que acudieran juntos a una primera sesión, asegurándoles que esto no significaba que Laura tuviera un “problema grave”, sino que estábamos poniendo todos los medios para cuidarla y no llegase a ser un grave problema. Fue esencial recalcarles que este paso no era un castigo, sino una forma de ayudarla a entender lo que estaba viviendo y a encontrar otras maneras de gestionar sus emociones y conflictos. Además, este servicio ayuda a valorar el riesgo en el que se encuentra la menor para poder ayudarla de la mejor manera posible e incidir en las áreas afectadas.

Acompañar, sin soltar la mano

A lo largo de este proceso, mi papel como docente no es diagnosticar ni “arreglar” el problema, sino acompañar a Laura y a su familia, y depositarles en manos especializadas, un equipo de profesionales dispuesto a ayudarles, no estaban solos.

Hoy, mirando atrás, pienso en cómo aquel primer gesto: escucharla sin juzgarla, fue el punto de partida. Mostrar mi interés, preocupación, hacer ver que podía contar conmigo sin pasar desapercibida en el aula, que nos preocupa nuestro alumnado. A veces creemos que como profesores solo debemos enseñar materias, pero la realidad es que educar también significa ser un punto de apoyo para que nuestros alumnos puedan construir una vida más saludable y segura.

Si estás en una situación similar y no sabes por dónde empezar, recuerda: observa, escucha, pregunta sin presionar. Y, cuando veas que necesitas ayuda, no dudes en recurrir a los profesionales del Servicio PAD o a otros recursos especializados. No estás solo, y ellos tampoco.

“La vida no se trata de esperar a que pase la tormenta,

se trata de aprender a bailar bajo la lluvia” (Vivian Greene)

 

Llámanos al 699 480 480 o si lo prefieres prevencionadicciones@madrid.es

Sonia Baza Martínez

Educadora Social del Servicio PAD